Proyectos y molestias | Projects and Annoyances
Sobre lo que aprendí lavando los platos diarios | On what I learned doing the daily dishes. English translation follows the original.
Proyectos y molestias
Sobre lo que aprendí lavando los platos diarios
Hace poco me di cuenta que categorizo tareas domésticas como “proyectos” o “molestias", sin lógica alguna. Limpiar un solo plato en la pileta, por ejemplo, cae bajo “molestia”. Sin embargo, una vez que se apilan diez y me quedo sin espacio para cocinar, pasa a ser “proyecto”. Por la mañana cuando veo la cama desarmada, la veo como “molestia”, pero cuando llega la noche y no me puedo dormir en semejante nido, pasa a ser “proyecto de urgencia”.
Gracias a esta idiosincrasia, la gente que me conoce puede adivinar por dónde estuve y qué he estado haciendo según el desastre que voy dejando atrás. Sea un libro despatarrado o 36 lápices de colores, o quizás una manga de pastelería aún rellena de crema, los indicios de mi último emprendimiento no son sutiles. Este defecto tiene otras manifestaciones. Gyan, por ejemplo, se ha adaptado a agarrar la botella de aceite de oliva por el frasco, y no la tapa, porque sabe que si no es así, la cocina entera queda como en esas publicidades de derrames de petróleo. Lo mismo sucede con la Nutella, el dulce de leche y la salsa de soja. Tampoco cierro cajones ni puertas, por lo que las alacenas abuchean exactamente qué falta y qué sobra, y los cajones esperan con sed de sangre para moretonear la cadera de algún inocente. No es que lo haga a propósito. De hecho, hasta hace muy poco, ni cuenta me daba. Cerrar el libro, enroscar la tapa del aceite, cerrar los cajones —son todas tareas que, a nivel inconsciente, he denominado “molestia”.
El binario no me permitía entender por qué mi tío limpia la cocina cada noche como quien baña un recién nacido, dejando hornallas ya impecables reluciendo, ni tampoco por qué mi mamá anuncia, con deleite y sazón, que llegó la hora de armar la cama. Al no poder equiparar la tarea con una finalidad, al saber que el día siguiente me tocará repetirlas, independientemente de qué tan bien las haga hoy, rezongo y me quejo, interpretando el papel de Sísifo doméstico con muy poca dignidad.
Siempre asumí que la gente que logra mantener su casa en orden posee conocimientos alquímicos que yo no. Que recibieron, al nacer, una vocación distinta a la mía, y esto les permite mantener sus entornos en un estado de deslumbrante perfección. Queriendo entender más de esta otra población, comencé a observar los hábitos de aquellos que considero poseedores del conocimiento prohibido. Cuando fui a visitar a Shiloh, por ejemplo, vi cómo entre charla y sorbos de té, acechaba a su pareja y ni bien él posaba una sartén, ella atacaba con una esponja y detergente. Algo similar ocurre cuando hablo por teléfono con Ruth. Al poco tiempo que ella termina de masticar, la oigo enjuagar el plato, dejando su cocina limpia y a su amiga atónita. Gyan lava nuestra ropa cada domingo, lustra todos los zapatos cada mes y es el único que se acuerda de comprarle comida de Natto. He también llevado a cabo investigaciones explícitas, como la vez que le pregunté a mi amiga Frances qué considera parte de su rutina a la hora de limpiar la cocina y me dijo, algo confundida, “no sé, los platos, la pileta, pasar una rejilla por la mesada, lo normal”. “Lo normal”, “lo normal”, o sea, término sinónimo de “molestia”.
Armada con toda esta información, y alentada por el mínimo espacio en el que ahora convivimos con Gyan, me propuse limpiar la cocina todos los días. Independientemente del mi categorización como “molestia” o “proyecto”, lavo los platos, barro un poco, y si me inspiro, le paso un trapo a la alacena o la heladera. Con el pasar de las semanas, comencé a disfrutar del proceso. Este insólito desarrollo propagó otros: al terminar de ducharme ahora repaso el baño, incluyendo el inodoro, y aún si no se han juntado pelusones de Natto, aspiro. Hace unos meses hubiera juzgado este comportamiento indecente, pero sea por fuerza de hábito o sea por una madurez tardía, parece que también yo me he vuelto digna del conocimiento secreto.
Hace unos fines de semana fui a visitar a mis padres en Michigan. Las visitas a Michigan implican una repentina convivencia que siempre me cuesta un poco. No sé bien dónde están las cosas, no me ablando a los tiempos de otra casa. El sábado por la tarde, luego de varios sorbos de mate, mis padres anunciaron que había llegado el momento de recoger hojas. Los terrenos de las casas en ese vecindario me resultan enormes, y en otoño se llenan de hojas de roble y arce, un espectáculo de rojos y naranjas que nunca deja de asombrarme. Entre bolsas de papel madera trabajamos los tres bajo la supervisión de Natto hasta que el frío nos dijo que era tiempo de volver a entrar. Sé que el árbol volverá a perder sus hojas el año que viene, sin embargo, en ningún momento se me ocurrió categorizar el tiempo que pasamos los tres trabajando en ese paisaje de rubí y topacio como “molestia”.
Projects and Annoyances
On what I learned doing the daily dishes
I’ve recently come to realize that I categorize household tasks as either "projects" or "annoyances," without much of a logical pattern. For instance, washing a single dish in the sink falls under "annoyance." If, say, ten dishes pile up and I run out of space to cook, it becomes a "project." In the morning, seeing the unmade bed feels like an "annoyance," but come night, when I can’t sleep in the mess of it all, the tangled sheets are moved up two classes to "urgent project."
Thanks to this idiosyncrasy, people who know me can rely on the trail of chaos I leave behind to deduce where I've been and what I’ve been doing. Whether it’s a book forced open, 36 colored pencils scattered about, or a pastry bag still filled with cream, evidence of my latest endeavor is never subtle. This flaw manifests in other ways. For example, Gyan has adapted to grabbing the olive oil by the bottle, not the lid, because he knows that otherwise, the entire kitchen will look like one of those environmental spill commercials. The same goes for Nutella, peanut butter, and soy sauce. I also don’t close drawers or cupboards, so the cabinets loudly broadcast exactly what’s missing and what’s in excess, while the drawers await, marinating in their bloodlust, ready to bruise the hip of an innocent passerby. None of this is intentional. In fact, until very recently, I wasn’t even aware of it. Closing books, screwing on bottle caps, shutting drawers—these are all tasks that, on some subconscious level, I’ve categorized as “annoyances.”
This binary system prevented me from understanding why my uncle cleans the kitchen every night as if he were bathing a newborn, leaving already spotless stovetops gleaming, nor why my mom joyfully announces that it’s time to make the bed. Unable to equate these tasks with a purpose, knowing that the next day I’ll have to repeat them no matter how well I completed them today, I grumble and complain, playing an undignified domestic Sisyphus.
I always assumed that people who manage to keep their homes in order possess some sort of alchemical knowledge I do not. That they were born with a different vocation than mine, enabling them to maintain their spaces in a state of dazzling perfection. Wanting to understand more, I started observing the habits of those I consider blessed with the forbidden knowledge. For example, when I visited Shiloh, I noticed how, amid chatter and tea sips, she’d pounce on any pot or pan her partner set down, ready to attack with a sponge and dish soap. Something similar happens when I walk with Ruth on the phone. Soon after she finishes chewing, I can hear her rinsing the plate, leaving her kitchen spotless and me stunned. Gyan does laundry every Sunday, polishes all the shoes once a month, and is the only one who remembers to buy food for Natto. I’ve also conducted explicit research, like the time I asked my friend Frances what she considers part of her routine when cleaning the kitchen, and she responded, slightly confused, “I don’t know, the dishes, the sink, wiping down the counter… the usual.” “The usual,” “the usual” —a term synonymous with “annoyance.”
Armed with all this information and encouraged by the minimal space Gyan and I now share, I set out to clean the kitchen every day. Regardless of whether I would label it an “annoyance” or a “project,” I wash the dishes, wipe everything down, sweep a little, and if I feel inspired, I clean the cupboard or fridge. Over the weeks, I started enjoying the process. This unexpected development spread to other areas: now, after showering, I clean the bathroom, including the toilet, and even if Natto’s shed fur hasn’t gathered into worrisome creatures, I vacuum. A few months ago, I would have judged this behavior as indecent, but whether it’s from habit or very belated maturity, it seems I’ve also become worthy of the secret knowledge.
A few weekends ago, I went to visit my parents in Michigan. Visits to Michigan involve a sudden cohabitation that does not come naturally to me. I’m never sure of where things are or how to fit my routine into another household’s rhythm. On Saturday afternoon, after several sips of mate, my parents announced it was time to rake leaves. The yards in that neighborhood seem enormous to me, and in autumn, they’re covered in oak and maple leaves, a carnival of reds and oranges. With brown paper bags, the three of us worked under Natto’s supervision until the cold told us it was time to head back inside. I know the tree will shed its leaves again next year, but for some reason, this time it didn’t occur to me once to categorize the time spent working together in that landscape filled with rubies and topaz as an “annoyance.”
Bueno en mi caso aprendiendo el otro accionar, el de detenerme y dar tiempo al otro a hacerlo.
O no correr a lavar el plato despues de comer sino disfrutar de la sobremesa!
Distintos puntos de vista!
project, urgent project, nuisance - so true!!!