Petty Vengeance: The Great Saffron Heist | Pequeñas venganzas: El gran robo de azafrán
La traducción al español sigue el original.
Petty Vengeance: The Great Saffron Heist
An elderly man has declared war on his local health food store. Three weeks ago a cold wiped out his sense of smell. This forced him to rely on the salesclerk, a skinny teenager who looks barely awake and says “dude” a lot. The youth does not inspire confidence. All spices at the health food store are kept in jars behind the counter. Unable to smell, the elderly man asks for five grams of cinnamon, double and triple checking with the teenager to ensure that the brown, ever so slightly red powder, is indeed cinnamon. He pays and takes the spice bag, some lozenges, and oregano oil home. When he presents his wife with her favourite banana nut muffins for their anniversary breakfast, she takes a bite and her face scrunches up in disgust. Still unable to smell, he interrogates his wife until they arrive at the root of the problem: cumin.
Enraged, the man places the muffin in a flowery container and rattles it down to the health food store. Upon his arrival, he spots the anosmic salesclerk and opens up a corner of his container. Ready to berate the teenager, he is momentarily distracted by a jar filled with thin red threads. Saffron. He closes the container, the pull of the saffron mightier than his anger. He asks the salesclerk how much per gram. The salesclerk checks the system, causing the elderly man to scoff. Thoughts of tachi and paella valenciana float through his head as the salesclerk types god knows what into the computer.
The salesclerk informs him that a gram of fine red strands will cost thirty-five cents. The elderly man narrows his eyes and demands confirmation. With a sigh, the salesclerk turns the screen monitor and taps the screen, enunciating the price as though the elderly man is deaf. The elderly man has heard enough. He dumps out the muffin. He demands the sales clerk wash, dry, and fill it up with all the saffron he can fit. Shrugging, the salesclerk does as he is told. The elderly man is elated. He pays his minuscule bill and sets off.
Back at home, he gives a triumphant holler. His wife is concerned, she hasn’t seen him this excited since he managed to get the neighbour’s car towed for infringing three-quarters of a foot onto their driveway. She asks if he got the money back for the cumin. He shakes his head, jubilant, and yells that he has struck gold, red gold. He pulls out pots and pans and chatters about saffron infused ice creams and sauces. His wife strings together bits about the death of traditional grocers and the incompetence of stockists.
She reaches into the canvas tote and pulls out a white plastic container, the flowers lining the side faded from use. Bracing herself for the nauseating mix of cumin, banana, and nuts, she instead opens the corner of the container and is greeted by a light, earthy sweetness. Frowning, she peels back the rest of the lid and is horrified to discover their retirement saving’s worth of saffron staring back at her. She reaches for the receipt crumpled in the canvas bag, certain that she will need to re-enter the work force. The single digit staring at her explains her husband’s mood. She holds the receipt up to her husband, who shrugs and says something to the effect of the pimply kid not knowing his spices.
Three days later the elderly man’s wife opens the door to the health food store, waving him in. He shuffles across the threshold, takes the faded flower container out of the canvas bag and slaps it on the counter. He mutters something about owing an apology to the teenage salesclerk. The salesclerk pulls out an earbud and, encouraged by the woman before him, opens up the container. Five perfectly placed scoops of a vibrant yellow ice cream sit nestled in a wafer bowl, decorated with rosebuds and pistachio crumbs. The teenager’s face asks for an explanation. The old man mutters some more, this time about rose water, saffron infused pistachio ice cream. His wife smiles and thanks the salesclerk for all his help, says to enjoy the treat, she’ll be by for the container next week. The youth shakes his head, thanks, but he doesn’t like pistachio, rose water, nor saffron. The old man slams the lid back onto the container, links his arm with his wife’s, and proclaims to no one in particular that he will be asking his son in-law to set him up for online shopping after all.
Pequeñas venganzas: El gran robo de azafrán
Un anciano le ha declarado la guerra a su negocio de barrio de alimentos macrobióticos. Hace tres semanas, un resfrío le arrebató el sentido del olfato, obligándolo a confiar en el chico que atiende el negocio, un adolescente delgado que siempre anda algo dormido y que dice “bro” todo el tiempo. El joven no inspira confianza. Las especias se guardan en frascos detrás del mostrador por lo que, incapaz de oler, el anciano pide cinco gramos de canela, comprobando varias veces que el polvo marrón tirando a rojizo sea canela. Paga y se marcha con su bolsa de especias, caramelos de propóleo y aceite de orégano. Cuando presenta a su esposa con sus muffins de plátano y nuez favoritos para el desayuno de aniversario, ella pega un mordisco y su cara se arruga del asco. Aún incapaz de oler, él interroga a su esposa hasta que llegan a la raíz del problema: comino.
Enfurecido, el hombre coloca el muffin en un tupper floreado y se dirige con él a la tienda de alimentos macrobióticos. Al llegar, localiza al empleado y abre una esquina del recipiente. Listo para reprender al adolescente, queda distraído por un frasco lleno de finos hilos rojos. Azafrán. Cierra el recipiente, la atracción del azafrán más fuerte que su enojo. Pregunta al empleado a cuánto está el gramo. El empleado avisa que debe revisar el sistema, provocando una burla por parte del anciano. Mientras el empleado escribe quién sabe qué en la computadora, tachi y paella valenciana flotan en la mente del anciano.
El empleado le informa que un gramo cuesta treinta y cinco centavos. El anciano entrecierra los ojos y exige confirmación. Con un suspiro, el empleado gira el monitor y toca la pantalla, pronunciando el precio como si estuviera tratando con un sordo. El anciano ha oído todo lo necesario. Saca el muffin del tupper. Exige que el empleado lo lave, lo seque y lo llene con todo el azafrán que pueda caber. Encogiéndose de hombros, el empleado hace lo que se le pide. El anciano queda eufórico. Paga su minúscula cuenta y se marcha.
De vuelta en casa, lanza un grito de triunfo. Su esposa está preocupada, no lo ve tan emocionado desde que logró que remolcaran el auto del vecino por invadir la entrada de casa medio metro. Le pregunta si acaso logró que le devolvieran el dinero por lo del comino. Él niega con la cabeza, jubiloso, y grita que ha dado con oro, oro rojo. Saca ollas y sartenes y habla de helados y salsas infusionadas con azafrán. Su esposa hilvana comentarios sobre la muerte de los empleados que saben del oficio y la incompetencia de los distribuidores.
Ella mete la mano en la bolsita de tela y saca el recipiente de plástico blanco, con flores descoloridas por el uso. Preparándose para la nauseabunda mezcla de comino, banana y nuez, en su lugar abre una esquina del recipiente y le llega una ligera dulzura terrosa. Frunciendo el ceño, quita el resto de la tapa y se horroriza al descubrir que yace en el recipiente el equivalente a sus ahorros para la jubilación. Busca el recibo arrugado en la bolsa de tela, segura de que necesitará reingresar al mundo laboral. La cifra de un solo dígito que encuentra explica el humor de su esposo. Ella le hace notar el recibo a su marido, quien se encoge de hombros y dice algo sobre el chico con granos que no sabe nada de especias.
Tres días después, la esposa del anciano abre la puerta de la tienda de alimentos macrobióticos, haciéndole señas a su esposo para que entre. Él cruza el umbral arrastrando los pies, saca el recipiente floreado de la bolsa de tela y lo deja caer en el mostrador. Dice algo de deberle una disculpa al adolescente. El empleado se quita un auricular y, alentado por la esposa del anciano, abre el recipiente. Cinco bochas perfectas de helado de un vívido amarillo descansan en una capelina de oblea, decorado con capullos de rosa y trocitos de pistacho. La cara del adolescente pide una explicación. El anciano murmura algo más, esta vez sobre helado de pistacho con agua de rosas infusionado con azafrán. Su esposa sonríe y agradece al muchacho por toda su ayuda, le dice que disfrute del postre, y que pasará a recoger el recipiente la semana que sigue. El joven agradece sacudiendo la cabeza, dice que no le gusta el pistacho, ni el agua de rosas, ni el azafrán. El anciano cierra la tapa del recipiente de un golpe, enlaza su brazo con el de su esposa y proclama a nadie en particular que, mejor pensado, sí le pedirá a su yerno que lo ayude con eso de comprar en línea.
Linda historia con sabor el sabor dulce a venganza. El viejito perdió el olfato pero no la maña.
A story with a twist!