No solo del pan | Cooking with Meat
Sobre cómo aprendí a cocinar carne luego de años de vegetarianismo | How I learned to cook meat after years of vegetarianism. English translation follows the original
No solo del pan
Sobre cómo aprendí a cocinar carne y otros vericuetos
Hasta hace poco, existió en mi formación culinaria (o sea: la instrucción de mi abuela, algún que otro curso y muchas ollas rebalsadas) una laguna importante. Luego de más de una década de vegetarianismo y niveles de hierro alarmantemente bajos, decidí volver a comer carne. El problema fue que, al haber dedicado tiempo a la panificación y confección, prefiriendo masas esponjosas y la arquitectura de varios pisos de bizcochuelo a tendones y sangre, no sabía dónde comenzar. Queriendo evitar encuentros con la triquinosis o la salmonela, me inscribí en el ciclo básico de cocina de George Brown. A pesar de que sus albóndigas no dejan nada que desear y que las clases eran los sábados a las ocho de la mañana, Gyan se sumó sin pensarlo dos veces.
El perímetro de nuestra aula se jactaba de ocho mesadas de acero inoxidable, con ocho sets de hornallas y hornos a gas en el centro. Cada estación tenía también un set de cacerolas, sartenes, y bowls relucientes. Algo dormidos, Gyan y yo compartíamos un termo de café mientras añadíamos los delantales y gorros de chef a los pantalones negros, la chaqueta y los zapatos de seguridad del uniforme. La rutina se daba por acabada una vez que alcanzábamos la estación del chef, listos para su demostración.
El chef era un hombre de ascendencia italiana de unos sesenta años, con un trocito del pulgar que le faltaba. Por su habilidad de hablar mientras cortaba, trozaba, pelaba y rellenaba, y el aburrimiento con el que nos pedía de por favor no salir corriendo si algo se prendía fuego, entendimos que llevaba varias décadas en cocinas. Cada semana era un espectáculo distinto: una alquimia perfecta de manteca y yemas que se transformaban en salsa holandesa, servida sobre espárrago; ananás cortados por la mitad y rellenos de lomo cocido en el jugo de la fruta; hongos reducidos en manteca y mezclados con un velouté sedoso hecho esa misma mañana. La salsa holandesa hizo que se me escapara una lágrima, cumplido que el chef aceptó con una breve inclinación de su cabeza.
Cuando la demostración lo permitía, durante el rehogo de cebollas o el pique de manzanas para una salsa, el chef nos contaba de sus otras clases, de su trabajo. Nos contó de una mujer que, al probar sus papas duquesas, anunció que esas serían las papas que serviría en su casamiento. Su compañera de clase intentó felicitarla pero la señora de las papas sacudió la cabeza, diciendo que no tenía ni prometido ni novio, pero que esas papas estarían en su casamiento. En otra ocasión la clase entera se detuvo a observar, a través del ventanal enorme que da a la calle Adelaide, cómo un hombre daba saltitos en el lugar, intentando hacer caminar a su labrador, que quedaba sentado parsimonioso sin ceder a los ruegos de su dueño.
Aprendí cómo hacer caldo y las distintas clasificaciones de salsa. Aprendí que las papas Yukon Gold son buenas para hornear, hervir y freír, y que un pescado fresco desprende una especie de gel que al ser absorbido por la piel humana no debe dejar olor alguno. Aprendí lo que es la cebolla clouté, un pequeño monumento en el que se clava una hoja de laurel a la cebolla con clavos de olor que puede ser removida de la salsa antes que el sabor se haga demasiado intenso.
Algunos cortes de carne me resultaban más fáciles de manejar que otros. No pensé dos veces en las tiras de tocino que piqué para un quiche con puerro y hongos, ni en el filete de pez que escalé, sujetando firmemente la cola y serruchando, lo más cerca a la mesada posible, para no desperdiciar nada. La pata de cordero que preparamos con queso de cabra y pimiento fue otro tema. La carne tenía todavía la forma del animal y sangraba por toda la mesada. Respiré hondo y comencé la incisión donde la había indicado el chef. Unté el corte con la mezcla de queso, pimiento y hierbas. Impactada por la operación, esa noche comí ensalada de garbanzos y mi hermano recibió la pata de cordero y una notita con instrucciones para hornearla.
Luego de la pata de cordero, me resolví a ser más firme con el pollo horneado. Al llegar, el chef nos saludo con la alita del pollo, logrando una arcada y risa simultánea de mi parte. Cortó un trozo de cordel de carnicero y nos explicó que tendríamos que anclar toda la operación en la “nariz del papa”, el coxis del animal. Nos mostró el modo correcto de atar las piernas y las alas para asegurar una cocción pareja, y también cómo cubrir el pollo en aceite (“¡Como si estuvieran en la playa!”). Le agradecí la explicación y escolté el pollo de vuelta hasta la mesada con aire lúgubre. Gyan ya había cortado suficiente cordel para ambos, y viéndome tomar impulso para la tarea, ofreció ayuda. Le dije que no, que si los quiero comer, los tengo que poder preparar. Sus cejas hicieron lo mismo que hacen cuando le pregunto si piensa que el perro es un malcriado, pero optó por recordarme que el pollo era cercano al dinosaurio y los gansos. Esto me animó bastante; los dinosaurios nunca me gustaron mucho y los gansos canadienses son malos como ellos solos. Aún así, me disculpé con el pollo varias veces mientras lo ataba, procurando terminar con mi tarea lo antes posible. Luego de haber limpiado todo lo contaminado, pasé a preparar el mirepoix, agradeciendo la falta de piel y tendones en cada corte.
Esa noche lo invitamos a mi hermano, que declaró el pollo el mejor que había comido en su vida. La piel había quedado crocante y la carne jugosa. Hasta el colchón de mirepoix quedó exquisito; no dejamos atrás ni medio trozo de zanahoria. Aún así, y a pesar del vacio que preparé el domingo pasado y el boeuf bourguignon que he logrado dos veces, la clase de carnicería en el politécnico está fuera de la cuestión, y de los pollos asados en casa se ocupa Gyan.
Cooking with Meat
Learning to cook meat after years of vegetarianism.
Until recently, a significant gap in my culinary education (that is: my grandmother's instruction, a few courses here and there, and many overflowing pots) has existed. After more than a decade of vegetarianism and alarmingly low iron levels, I decided to start eating meat again. The problem was that, having dedicated time to baking and confectionery, preferring fluffy doughs and the architecture of multi-layered cakes to blood and tendons, I didn’t know where to start. Wanting to avoid encounters with trichinosis or salmonella, I enrolled in the basic cooking course at George Brown. Despite the fact that his barbecued ribs are nothing to scoff at and that classes started at eight in the morning on Saturdays, Gyan joined me with little hesitation.
The perimeter of our classroom boasted eight stainless steel counters, with eight sets of gas stoves and ovens in the center. Each station had a set of gleaming pots, pans, and bowls. Still a bit sleepy, Gyan and I shared a thermos of coffee while adding aprons and chef hats to the black pants, jacket, and safety shoes of the uniform. The routine was completed once we reached the chef’s station, ready for his demonstration.
The chef was an Italian man in his sixties, missing a small piece of his thumb. From his ability to talk while cutting, slicing, peeling, and stuffing, and the bored way he asked us to please not run if something caught fire, we surmised he’d spent several decades in kitchens. Each week he brought us a different spectacle: a perfect alchemy of butter and yolks yielding hollandaise sauce, served over asparagus; pineapples halved and stuffed with tenderloin cooked in the fruit’s juice; mushrooms reduced in butter and mixed with a silky velouté made that very morning. The hollandaise sauce brought a tear to my eye, a compliment the chef accepted with a brief nod of his head.
When the demonstration allowed, during the sautéing of onions or the chopping of apples for a sauce, the chef would tell us stories about his other classes and his work. He told us about a woman who, after trying his duchess potatoes, announced that those would be the potatoes served at her wedding. Her classmate tried to congratulate her, but the potato lady shook her head, saying she had neither a fiancé nor a boyfriend, but those potatoes would be at her wedding. On another occasion, the entire class stopped to watch, through the large window facing Adelaide Street, as a man gave little hops in place, trying to coax his labrador into walking, while the dog sat and ignored his owner’s pleas.
I learned how to make stock and the different classifications of sauces. I learned that Yukon Gold potatoes are good for baking, boiling, and frying, and that a fresh fish releases a kind of gel that, when absorbed by human skin, should leave no smell at all. I learned that an onion clouté is a small monument in which a bay leaf is pinned to the onion with cloves, which can be removed from the sauce before the flavour becomes too intense.
Some cuts of meat were easier for me to handle than others. I didn’t think twice about the strips of bacon I chopped for a leek and mushroom quiche, or the fish fillet I scaled, firmly holding the tail and sawing as close to the counter as possible to avoid wasting any meat. The leg of lamb we prepared with goat cheese and pepper was a different matter altogether. The meat still held the shape of the animal and bled all over the counter. I took a deep breath and began the incision where the chef had indicated. I rubbed the cut with the cheese, pepper, and herb mixture. Stunned by the operation, that night I ate chickpea salad, and my brother received the leg of lamb along with a note with instructions on how to roast it.
After the leg of lamb, I was resolved to redeem myself for the week of roasted chicken. When we arrived, the chef greeted us by waving the chicken’s wing, causing me to gag and laugh at the same time. He cut a piece of butcher's twine and explained that the whole operation needed to be anchored at the Pope’s nose, that is, the tailbone. He showed us the correct way to tie the legs and wings to ensure even cooking and also how to rub the chicken in oil (“Like you’re at the beach!”). I thanked him for the explanation and sombrely escorted the chicken back to the counter. Gyan had already cut enough twine for both of us, and, after watching me psych myself up for the task, offered to help. I told him no, that if I wanted to eat them, I had to be able to prepare them. His eyebrows did what they do when I ask if he thinks the dog is spoiled, but he opted to remind me that chickens are closely related to dinosaurs and geese. This cheered me up quite a bit; I never liked dinosaurs much, and Canadian geese are downright mean. Even so, I apologized to the chicken several times while tying it up, working to finish my task as quickly as possible. After cleaning away all contamination, I moved on to preparing the mirepoix, grateful for the lack of skin and tendons in each chop.
That night, we invited my brother over, who declared the chicken the best he’d ever had. The skin had turned out crispy, and the meat was juicy. Even the mirepoix base was delicious; we didn’t leave behind a single piece of carrot. Even so, despite the roast I prepared last Sunday and the boeuf bourguignon I’ve successfully made twice, the butchery class at the college is out of the question, and Gyan is henceforth responsible for the roast chickens at home.
Después de leer sobre semejantes manjares me tengo que conformar con la tortilla que preparé para la cena =)
Vamos por la 1er. Estrella Michelin Luli!!!!👏