Late Night Outings | Escapadas nocturnas
On the difficulty of managing opposing expectations in the household | Sobre la dificultad de gestionar expectativas opuestas en el hogar. La traducción al español sigue el original.
Late Night Outings
On the difficulty of managing opposing expectations in the household.
Yesterday Natto and I stepped into the elevator to find two construction men already in it. Natto was pulling on her leash, hoping to sniff their very large boots. I asked the men if they minded her sniffing.
“As long as she doesn’t piss on them,” the bigger one replied.
“Why would she piss on your boots?” I replied.
“Not sure, my cat does, hates my guts.”
“Sorry about that.”
“Pisses on by boots,” he continued, “hides all day in the bedroom if my wife goes shopping.”
I nodded solemnly, it seemed like the thing to do. When the elevator opened at the ground floor, I wished them both a good day and took off.
As we walked away, I tried to think of an instance of revenge urination on Natto’s behalf —nothing. In fact, accidents in the house stress her more than me; this has been the case since she was a pup. If the need arises beyond her usual walks, she paces nervously, swipes the front door in a circular fashion, lets out a few high-pitched whines, and then stares meaningfully at whoever is closest to the door.
Back when it was just Natto and I, the sound of the morse-code-like, high pitched whining at one in the morning sent me into a speed run through the stages of grief. I’d deny, I’d bargain, I’d roll around in bed, and eventually come to accept my fate, clip on her leash, and head outside.
The most memorable of these instances occurred on an especially cold Saturday night in January, a few years back. It was during a quieter phase in my life, content with spending time alone, favouring being at home over socializing. I remember checking the weather (-24°C) and being thrilled with my decision to finish a puzzle and go to bed early. The night was quiet, sounds outside muffled by the snow, the only noise came from the dinner party hosted by my next-door neighbours. I finished washing my face, picked up Natto and placed her at the foot of the bed, crawled in myself, and was asleep before long.
A few hours later, I awoke to a series of staccato whines. I pulled the comforter over my head, praying I had imagined it. As if guessing my intention, Natto moved the whine from her throat to her chest, turning it into a modified howl, unignorable, unmistakable. The howl was accompanied by the tippy tappy of her nails on the laminate flooring, racing up and down the apartment.
I sighed and stomped out of bed, stumbling in the dark to find something to wear. Indiscriminately picking up clothes from the bedroom floor, I put on as many tops and sweaters as I found. Eyes still closed, I bumped into a chair and then the counter before finally reaching the front hallway, where Natto was sitting, her left front paw up in the air, ready to strike should she perceive any delay on my part. I pulled on a hat, scarf and gloves, and we headed out.
Next door, the party was ongoing, laughter and conversation spilling out onto the hallway through the ajar door. Wanting to avoid being seen, I quickly passed the door and reached the elevator. The sadistic, blinding screen in the elevator warned that the temperature had now dropped to -28°C.
The cold outside compressed my chest and made my eyes water instantly. Natto pulled to the right, to the patch of grass now covered in two feet of snow. She circled and sniffed. Nothing. Through my mittens, I pointed to the snow, gesturing as though I were a show girl presenting a brand-new car to be won. Nothing. I waved more violently still, causing Natto to get excited, rip off my mitten, and shake it like a dead chinchilla before spitting it up onto the snow. Despite new-age dog parenting advice I raised a finger to tell her “NO!” but by the third finger wag, I began to lose feeling in it and opted instead for getting my mitten back. Several moments passed, me shifting my weight from one foot to another, Natto alternating between staring at me and sniffing the air. Confused by her sudden change of tune and trying to stop my nose from leaking, I pulled her back inside.
Back on the 5th floor, Natto had resumed her pulling, this time to re-enter the apartment. No, not the apartment. She had taken a seat before the neighbours’ door, still slightly ajar. She pawed once, twice at the door, whining. The neighbours, Lan and Arvin, adored Natto and often invited her over, feeding her Vietnamese delicacies in beautiful bowls. Natto had heard the party next door and taken it as a personal slight that she had not been invited. She had managed to get her snout in the cracked door when I remembered what I was wearing, and what I must look like.
“Not tonight,” I said, willing my frozen hand to unlock the door. “Next weekend I promise. I’ll start being more social next weekend.”
Escapadas nocturnas
Sobre la dificultad de gestionar expectativas opuestas en el hogar.
Cuando Natto y yo subimos al ascensor ayer, nos topamos con dos obreros. Natto tironeaba, queriendo olfatear las enormes botas de los hombres. Les pregunté si les molestaba que ella los olfateara.
—Siempre y cuando no me mee las botas —respondió el más grandote.
—¿Y por qué te las mearía? —le contesté.
—No sé, mi gato me lo hace, me odia.
—Ah, qué pena.
—Me mea las botas —continuó—. Y si mi esposa sale de compras, se esconde todo el día en el dormitorio.
Asentí solemnemente; me pareció la reacción correcta. Cuando las puertas del ascensor se abrieron en la planta baja, les deseé un buen día y me marché.
Mientras nos alejábamos, intenté pensar en alguna ocasión en la que Natto hubiera usado la venganza urinaria... nada. De hecho, un accidente en casa la estresa más a ella que a mí, es así de cachorra. Si le urge salir más allá de sus paseos habituales, camina nerviosa, rasca la puerta de entrada en círculos, emite unos cuantos quejidos agudos y mira fijamente a quien más cerca esté a la puerta.
Cuando éramos solo Natto y yo, los quejidos agudos eran como un código Morse que me hacían progresar por las etapas del duelo a velocidad luz. Negaba, negociaba, me daba vueltas en la cama y cuando finalmente aceptaba mi destino, le ponía la correa y salíamos.
La ocasión más memorable fue una noche de enero, un sábado, hace unos años. Estaba en una fase tranquila de mi vida, contenta con mi propia compañía, prefiriendo estar en casa a socializar. Me fijé en el clima (-24°C) y quedé contenta con la decisión de terminar un rompecabezas e irme a dormir temprano. La noche estaba silenciosa, los sonidos afuera amortiguados por la nieve. Lo único que se oía era la fiesta de mis vecinos de al lado. Me lavé la cara, coloqué a Natto a los pies de la cama y me dormí enseguida.
Unas horas después, me desperté con una serie de quejidos entrecortados. Me cubrí con la frazada, rezando haberlo imaginado. Adivinando mi intención, Natto pasó el quejido de la garganta al pecho, convirtiéndolo en un aullido modificado, inconfundible, ineludible. El aullido venía acompañado del tic-tac de sus uñas en el suelo laminado, rebotando de un lado a otro del departamento.
Suspiré y me levanté de la cama de un golpe, tambaleándome en la oscuridad para encontrar algo que ponerme. Me puse todas las camisetas y suéteres que encontré sobre el piso. Con los ojos todavía cerrados, me choqué con una silla y luego con la mesada antes de llegar al pasillo de la entrada, donde Natto estaba sentada, con la pata delantera izquierda levantada, lista para actuar si hubiera algún retraso de mi parte. Me puse gorro, bufanda y guantes, y salimos.
La cena de al lado seguía, las risas y la conversación se colaban al pasillo a través de la puerta entreabierta. Queriendo evitar ser vista, pasé rápidamente la puerta y llegué al ascensor. La pantalla sádica y cegadora del ascensor anunciaba despiadadamente que la temperatura ahora había bajado a -28°C.
El frío afuera comprimía mi pecho y hacía que los ojos se me llenaran de lágrima. Natto tiró hacia la derecha, hacia el parche de pasto cubierto por metro y medio de nieve. Giró y olfateó. Nada. A través de mis manoplas, le señalé la nieve, como si estuviera presentando un auto nuevo para ganar. Nada. Agité la mano con más fuerza, lo que hizo que Natto se emocionara, arrancara mi manopla y lo sacudiera como una chinchilla muerta antes de escupirlo en la nieve. A pesar de los consejos modernos de crianza de perros, levanté un dedo para decirle "¡NO!" pero, luego de dos segundos, empecé no sentirlo y opté por recuperar mi manopla. Pasaron varios momentos, yo transfiriendo el peso de un pie al otro, y Natto alternando entre mirarme y olfatear el aire. Confundida por su cambio de actitud e intentando detener el goteo de la nariz, la llevé de vuelta al edificio.
De vuelta en el quinto piso, Natto reanudó su tironeo, esta vez para volver a entrar al departamento. No, al departamento no. Se sentó frente a la puerta de los vecinos, todavía entreabierta. Rascó una vez, dos veces la puerta, gimiendo. Los vecinos, Lan y Arvin, adoraban a Natto y a menudo la invitaban, dándole delicias vietnamitas en bols hermosos. Natto había oído la fiesta y lo tomó como un desaire el no haber sido invitada. Había logrado meter el hocico por la puerta entreabierta cuando me acordé de cómo iba vestida.
"Hoy no," dije, rogando que la mano congelada abriera la puerta. "El finde que viene, te lo prometo. Vuelvo a socializar con la gente el finde que viene."