Huesos hermosos | Beaded Bones
Sobre mi amiga y su arte esotérico | About my friend and her esoteric art. English translation follows the original.
Huesos hermosos
Sobre mi amiga y su arte esotérico
Mi amiga produce arte de lo más raro. Se considera algo carroñera y desde siempre tuvo fascinación por bichos raros y animales muertos. Si encontraba un mapache, o quizás una ardilla en estado de descomposición, enseguida le quitaba la piel y la carne al cadáver para luego hervirlo en el fondo del jardín de sus padres. Una vez limpios, guardaba los cráneos de los animalitos para un propósito futuro, indefinido.
Hace algunos años los bichos encontraron su fin. Con cuentas y canutillos ella crea diseños geométricos, y cubre la superficie de sus cráneos, incrustándolos cuenta por cuenta. Procura que la paleta de colores balancee lo extraño del medio, escogiendo exquisitos tonos complementarios. Con pinzas y cuentas crea líneas que se interceptan y zigzaguean a lo largo de mandíbulas omnívoras, o torbellinos de blanco y plateado que caracolean los cuernos de un venado.
A veces con Natto la alcanzamos en ferias de artesanos, donde la gente queda estupefacta ante su deslumbrante cementerio. Hace unos veranos, cuando el COVID todavía acechaba me invitó a visitarla en Kensington Market, donde había una feria exhibiendo todo tipo de artistas. Entre callejones y callejuelas decorados con grafiti, pasacalles y banderines de colores la encontré arreglando su puesto. Llegué exhausta por el esfuerzo de malabarear dos cafés helados, chorreando condensación y de luchar con una perra con aspiraciones de tirar trineos. Cuando la alcancé le ofrecí su café, le entregué la correa de mi perra, y me derrumbé sobre una de las muchas cajas polvorientas en una esquina detrás del puesto.
La gente paseaba procurando mantener el distanciamiento social, titubeando como si cada paso fuera independiente del anterior, independiente del siguiente. A pesar de lo muy muerto de los dientes y las mandíbulas sobre la mesa, los visitantes se acercaban de costado, como si aún pudieran morder.
Sobre la mesa había broches de dientes de vaca que, transformados con lunas menguantes rojas, podrían adornar un blazer. Había un trozo de mandíbula de algún mamífero que había sido envuelto en cuentas transparentes, dando la impresión de estar empaquetado en rocío. El cráneo de un cervato que ella había encontrado descompuesto mientras plantaba árboles en Alberta estaba vestido de carmesí para la ocasión, completo con una serie de triángulos dorados. El efecto era impactante, el bicho sin duda estaría bien acompañado entre velas, un gato negro, y algún que otro pentáculo. Sin duda el cráneo de un Texas longhorn era el protagonista del puesto. Midiendo casi un metro y medio de ancho, el diseño geométrico sobre su frente complementaba perfectamente el gradiente de colores de los cuernos laqueados, que abarcaban del blanco al gris oscuro. A todo esto, se le añadía el metro ochenta de altura de mi amiga, su larguísima cabellera rubia, y su postura de ex-modelo. Natto y yo procuramos mantenernos fuera de vista, para no arruinar el efecto.
Luego de rebotar entre el puesto de joyería de plata y el vendedor de churros, una madre resuelta a ignorar a sus hijos se detuvo y pidió levantar una corbata de bolero hecha con el cráneo de un ratón. La pequeña corbata era azul eléctrico, la luz se colaba entre las mostacillas. Las cuencas de los ojos habían sido resaltadas con cuentas doradas, dándole al pequeño ratón una apariencia aviaria. Reparé en lo enorme que resulta el vacío donde se apoyan los ojos, sin la decoración de la piel y pelo. La mujer se probó la corbata, aún ignorando los gritos de sus hijos, y admiró sus diversos ángulos. Sorbí mi café, y le di un tirón a Natto para que no arruinara la venta.
Llegaron más y más personas. Algunos, en la mayoría hombres jóvenes, no lograban disimular su emoción ante el concepto “Bro, that´s SICK”. Otras, en la mayoría mujeres de media edad, se tildaban frente a los cráneos resueltas a formular un comentario incisivo “¿Murieron de causas naturales? ¿Son veganos?” Ante estas preguntas mi amiga solo podía parpadear mientras yo agradecía mi posición privilegiada entre las cajas, y mi barbijo.
A pesar de haber vendido cada última obra, la oí disculparse con la clientela por la falta de contenido en sus redes sociales. El problema, me comentó más tarde, es que la gente quiere ver contenido constante, hay que subir algo nuevo cada día. La realidad, siguió, es que no hay nada emocionante en cómo las pinzas descienden una y otra vez sobre el cráneo. No, pensé yo, acortando la correa de Natto, que miraba de reojo la cornamenta del longhorn. Ella tomó su celular y me mostró un video en su Instagram. Aun en cámara rápida, ver cómo posicionaba las cuentas sobre ese lienzo calcificado resultaba poco atrapante. Observamos su paciencia de monje completando delicadísimas y efímeras mandalas por varios segundos, y ella pausó el video.
—Y, yo qué sé, la meditación y lo análogo no venden mucho en las redes sociales —dije desde mi montón de cajas.
—Sep —suspiró mi amiga, haciendo un asiento de un trozo de cartón y desplomándose a mi lado.
Alzamos las cejas detrás de nuestras máscaras y nos encogimos de hombros. Resolvimos descansar unos minutos más y comenzar a desmontar el puesto.
Beaded Bones
About my friend and her esoteric art
My friend makes the strangest art. Part-scavenger, she has always been fascinated by creepy oddities and dead animals. If she found a raccoon or squirrel in a state of decomposition, she would tear the skin and flesh from the carcass and boil it in her parents’ backyard. Once clean, she would store their little skulls for some future, indefinite use.
The critters found their purpose a few years ago. Using beads, she creates geometric designs, and covers the surface of the skulls. Bead by bead she balances the strangeness of the medium with exquisitely chosen, complementary colour palettes. With tweezers she weaves intercepting lines and patterns that zigzag and race along omnivorous jaws, or whirlwinds of white and silver that spread along the horns of deer.
Sometimes Natto and I visit her at artisan fairs, where her sparkling cemetery stuns unsuspecting audiences. A few summers ago, when COVID still stalked such events, she invited me to the Kensington Market Art Fair. Among alleys and side-streets decorated with graffiti, banners, and colourful garlands, I found her setting up her stall. I arrived exhausted by the effort of juggling two iced coffees, dripping condensation, and a wrestling a dog with sled-pulling aspirations. I passed her a coffee, handed over my dog’s leash, and collapsed onto the pile of dusty boxes behind her stall.
People strolled by while keeping socially distanced, moving as though if each step were independent from the one prior, independent from the one that followed. Despite the deceased state of the jaws and teeth laid out on the table, visitors approached them sideways, as though they might still bite.
On the table there were cow’s teeth brooches that, decorated with red waning moons, could adorn a blazer. A chunk of some mammal’s jaw had been decorated with transparent beads, giving the impression of being bubble wrapped in dew. The skull of a fawn she had found while tree planting in Alberta was dressed in crimson for the occasion, complete with a series of golden triangles. The effect was striking, the critter would have been at home amongst some candles, next to a black cat, and maybe a pentagram or two. Without doubt the skull of a Texas longhorn was the stall’s protagonist. Measuring almost five feet, the geometric design on its forehead perfectly complemented the color gradient of the varnished horns, which spanned from white to dark gray. Emphasizing the spectacle was my friend’s nearly six foot height, her very long blonde hair, and her ex-model posture. Natto and I tried to keep ourselves out of sight, as to not ruin the effect.
After bouncing between the silver jewelry stall and the churro vendor, a mother determined to ignore her children stopped and asked to hold up a bolo tie made with the skull of a rat. The small tie was electric blue, light seeping in through the seed beads. The eye sockets had been accentuated with golden beads, giving the rat an avian appearance. The hollow where the eyes had once been seemed enormous without skin and fur. The woman tried on the tie, still ignoring her children’s protests, and admired her reflection. I sipped my coffee, and gave Natto a tug so she wouldn’t ruin the sale.
More people arrived. Some, young men especially, were quite enthusiastic about the subject matter: “Bro, that’s SICK”. Others, middle-aged women especially, entered a trance-like state, to be exited only with the help of an incisive comment: “Oh, so did they die of natural causes? Are they vegan?” My friend could only blink, and I thanked my tactical positioning within the box fort along with my mask.
Despite having sold every last piece, I heard her apologizing to the customers for the lack of content on her social media. The problem, she later told me, is that people want to see constant content; you have to post something new every day. The reality, she continued, is that there is nothing exciting about tweezers descending time and time again over a skull. No, I thought, shortening Natto's leash, who was eyeing the longhorn. My friend took out her phone and showed me a video. Even in fast motion, watching her position the beads on the calcified canvas was not exhilarating. We watched, the monk-like patience usually reserved for delicate and ephemeral mandalas for several seconds. She paused the video, dismissing it with a wave of her hand.
"I dunno, meditation and analog stuff don't sell much on social media," I offered from my pile of boxes.
"Yep," sighed my friend, fashioning a seat out of a piece of cardboard and collapsing next to me.
We raised our eyebrows behind our masks and shrugged. We decided to rest for a few more minutes before starting to dismantle the booth.
Bravo Ailu!! La magia de tus historias transportan al lugar del relato! Felicitaciones!!