El camino no confeccionado | The Path Not Confected
Entre la academia y el horno | Somewhere between academia and the oven. English translation follows the original.
Gracias a mi talentosa y generosa amiga Sam por el grabado. Linocut by my beautiful and talented friend Sam.
El camino no confeccionado
Entre la academia y el horno
Cuando camino por un restaurante chino y veo a un grupo de tres o cuatro mujeres cuchicheando y riendo mientras rellenan masas de melón y tofu, o de zanahoria y repollo, me urge dejar mi cartera con quien esté, coronarme con una red y unirme a ellas. Reduciría la carga de mi puesto académico a tiempo parcial, y pasaría mis días rellenando masas para que luego los comensales las consuman hervidas, con vinagre y soya, sobre manteles plásticos y entre linternas de papel rojo. Aún mejor: Podría abandonar todo y trabajar de aprendiz en una boulangerie francesa, en algún pueblo olvidado de Borgoña, hundiendo mis manos, días tras día, en masa enriquecida. O volver a Italia, esta vez para dedicar mi vida a cada una de las doradas, crujientes capas de las sfogliatelle de Campania. El sueño siempre se evapora cuando recuerdo que mirar fijamente a la gente no es educado.
De chica cocinaba platos para los cuales no había aún desarrollado el paladar. Arrastraba un libro cuyo peso rivalizaba con el mío, le pedía a quien tuviera más cerca que indicara qué receta le interesaría probar, y me ocupaba de eso. Mi papá una vez eligió una receta del Gato Dumas titulada “Pan de Cristo”. A pesar de que no me gustaban ni las frutas secas ni el glaseado, y que carecía de la fuerza que amasar demanda, acepté el pedido. Después de renunciar a la búsqueda de cardamomo, especia particularmente difícil de encontrar en Buenos Aires en los ´90, mezclé los ingredientes y me senté a supervisar a mi papá, sobre quien había caído la responsabilidad de amasar. Nunca probé el pan de Cristo, ni el lemon pie que le siguió, pero las semillas de déspota culinario que se plantaron en ese entonces florecen aún.
Tom, mi pareja, ha equiparado lo que yo categorizo como momentos de inspiración con golpes de estado. Las recetas de postres suelen despertar mi ambición, que siempre acecha para arrastrarme, sanguinaria, hacia un nuevo emprendimiento. Él ha sufrido disgustos al encontrar trozos de cáscara de huevo cubriendo el piso, cartones de leche mal abiertos, y harina o azúcar o polvo para hornear espolvoreado sobre los relieves de los cajones. La mera vista de mangas de tela que rebosan con pasta choux u ollas superpuestas para el baño María le afloja las rodillas. Él argumenta que, como buen tirano, yo enseguida recluto a quien esté en mi órbita. Como la perra no sirve para mucho más que la limpieza de derrame, y mi hermano solo visita los fines de semana, el subcontrato suele caer sobre Tom. La vez que decidí hacer seis docenas de éclairs para mis 75 estudiantes, él tuvo la mala suerte de volver a casa en el punto clímax de la creación, el relleno de la masa horneada. Me encontró desparramada sobre el piso, exhausta por el esfuerzo de hornear cantidades industriales en un horno doméstico. Luego de aceptar una breve lección sobre el uso de una manga y pico tamaño 3, no le quedó remedio alguno que proseguir con los éclairs, mientras le daba directivas sobre su hombro.
La altivez me ha acorralado en innumerables ocasiones. En Padua no tuve mejor idea que decirle a Gianni, el paterfamilias de quien mi estadía dependía, que mi tiramisú era mejor que el de él, italiano de imponente estatura, alimentado por los sabores del bel paese. El segundo que pronuncié las palabras, rogué que descartara mi desafío como síntoma de mi mal italiano. No tuve la suerte. Ese mismo día mantuve mi compostura mientras él zumbaba por estrechísimas rotondas hasta llegar al Maxi, donde cada uno compró los ingredientes necesarios para defender su honor. De vuelta en casa, los chistes de sus dos hijas y las risas nerviosas de Antonella, su esposa, tejían un ambiente denso. Curiosamente, él optó por una base de galletitas Pavesini en lugar de las tradicionales Savoiardi. Mientras combinaba mi pote de queso mascarpone con crema pastelera para generar una pasta voluptuosa de un amarillo pálido, me pregunté si su elección revelaba un conocimiento que yo no poseía. Debby, la hija menor, corría entre nosotros y la máquina de espresso con pasos estacatos para suministrarnos con la esencia del tiramisú, el café. Al haber acabado, espolvoreamos cacao sobre la última capa y presentamos nuestros postres para ser juzgados por la familia, que por supuesto incluía abuelos, tíos y primos. Sostuve la bocanada de aire que había logrado inhalar mientras la cuchara subía a la boca de Gianni. Después de haber tragado lo que me pareció ser más que el bocado, dijo que, de ahora en más, me encargaría yo de los postres. Habiendo pasado el peligro, me prometí nunca más desafiar a nadie en su propio país.
Con el tiempo, mi ñoñismo me llevó a las puertas de la escuela de cocina de George Brown, donde completo un certificado culinario a tiempo parcial. Los cursos culinarios son una meca para los neuróticos, un lugar en el cual, durante cuatro horas semanales, disfrazamos nuestra manía de descanso o, aún peor, self-care. Vestidos de uniforme completo con gorro, observamos la demonstración del plato del día, furiosamente anotando cada último estornudo del chef. Tal es la necesidad colectiva de adherirnos a la receta, que la semana que tocó turrón me encontré utilizando tres termómetros para asegurar el punto de caramelización del azúcar. Mi compañera, a la vez que operaba la batidora, por las dudas decidió apuntar un cuarto, infrarrojo.
Todo tirano tiene su ballena blanca, un ente elusivo que burla y provoca hasta hacer enloquecer. Hace ya años que el macarrón me roba el sueño. Las pequeñas galletas, compuestas de dos discos de merengue y una fina capa de ganache, podrían incrustar las joyas de cualquier corte. Sostenida por claras de huevo, harina de almendra y azúcar molida, la arquitectura de cada domo descansa sobre pies de espuma. La blancura de estos ingredientes tempera los matices vívidos del colorante, y ofrece en su lugar la insinuación de un color, pálido, perfecto. Para lograr semejante milagro, cada paso tiene que ser exacto. Las claras tienen que envejecer dos o tres días; la harina de almendra, por más fina que sea, tiene que ser procesada junto al azúcar impalpable y pasada varias veces por el tamiz. Una vez montado el merengue, los ingredientes secos se incorporan de a poco, mezclando cuidadosamente para no dejar grumos, pero tampoco colapsar el aire de las claras. Cualquier inexactitud lleva al cataclismo. En una ocasión no estrellé la bandeja de hornear contra la mesada para desprender burbujas de aire, y mis discos salieron del horno devastados de varicela. Ni quiero recordar la vez que no dejé que las galletas descansaran antes de entrar al horno, por lo que no llegaron a desarrollar su capa endurecida, y en lugar de presentarse gemas acolchadas de gloria, salieron mamarrachos desinflados y desiguales.
Durante las fiestas que se hacen en las casas de las profesoras, entre cafés y charla forzosa, nunca falta un colega que me pregunta por qué no me dediqué a la cocina. Rodeada de gente con más antigüedad, mido mi sonrisa y respondo que para mí la cocina es un entretenimiento, nada más. Quizás, entre trocitos de repollo y zanahoria, mis colegas en el restaurante chino me preguntarían sobre mi interés en la literatura.
Publicado originalmente en la revista literaria Zur el 26 de enero del 2022.
The Path not Confected
Somewhere academia and the oven.
When I walk by a Chinese restaurant and see a group of three or four women whispering and laughing while they stuff dumplings with melon and tofu or carrot and cabbage, I have the sudden urge to leave my handbag with whomever is around, crown myself with a hairnet and join them. I would reduce my academic workload to part time and spend my days stuffing dumplings for diners to then eat boiled, with vinegar and soy sauce, on plastic tablecloths and among red paper lanterns. Better yet: I could leave behind my entire career and work as an apprentice in a French boulangerie, in some forgotten Burgundian village, sinking my hands, day after day, in enriched dough. Or return to Italy, this time to dedicate my life to each one of the golden, crunchy layers of Campanian sfogliatelle. The fantasy often evaporates when I remember that staring at people isn’t polite.
When I was little, I cooked dishes for which my palate hadn’t yet developed. I would drag a cookbook whose weight rivalled my own, ask whomever I had closest to point to a recipe and would get to it. My dad once chose a Gato Dumas recipe named Pan de Cristo. Even though I neither liked candied fruits nor icing, and lacked the strength to knead as required, I accepted the request. Having given up in the search for cardamon, a spice particularly difficult to find in the ‘90s in Buenos Aires, I mixed the ingredients together and sat down to supervise my dad, upon whom the task of kneading had fallen. I never tried my own Pan de Cristo nor the American lemon pie that followed it, but the seeds for a culinary despot sown back then still flower today.
Tom, my partner, has compared what I identify as moments of inspiration with coups d’état. Dessert recipes tend to pique my ambition, which always stalks me, bloodthirsty, ready to drag me towards a new undertaking. He has frequently endured the annoyance of finding pieces of eggshell covering the floor, poorly-opened milk cartons, and flour or sugar or baking soda sprinkled on the surface of drawers. The mere sight of piping bags brimming with choux dough, or of pans superimposed for a bain-marie, weakens his knees. He argues that, like any good tyrant, I get straight to recruiting anyone in my orbit. Since the dog won’t do much more than clean up spills and my brother only visits on weekends, the outsourcing often falls to him. The time I decided to make six dozen éclairs for my 75 students, he had the misfortune of returning home during the climax, the filling of the golden cooked pastry. He found me strewn across the floor, exhausted by the effort of baking industrial-size quantities in a home-size oven. After accepting a brief lesson on the use of a piping bag and size three nozzle, he had no option but to carry on with the éclairs, while I lurched and supervised over his shoulder.
My pride where baking is concerned has cornered me on countless occasions. In Padua I had the brilliant idea of telling Gianni, the paterfamilias on whom my stay depended, that my tiramisu was better than his, an Italian of imposing stature, raised on the flavours of the bel paese. The second I uttered the words, I prayed he would discard my challenge as a symptom of my poor Italian. I had no such luck. That very day I attempted to maintain my composure as he sped through very narrow roundabouts until arriving at the Maxi supermarket, where each of us bought the necessary ingredients to defend our honour. Back at home, his daughters’ jokes and giggles and wife Antonella’s nervous laugh wove a dense atmosphere. It struck me as curious that he selected a Pavesini cookie base instead of the traditional Savoiardi. As I mixed my tub of mascarpone with custard to produce a voluptuous, pale-yellow cream, I wondered if his choice betrayed knowledge I did not possess. Debby, the youngest daughter, repeatedly ran between us and the espresso machine with staccato steps to supply us with the essence of tiramisu, coffee. Once finished, we dusted cacao over the final layer and presented our desserts for judgement by the family, which included grandparents, uncles, aunts, and cousins. I held in the gulp of air that I had managed to inhale as the spoon rose to Gianni’s mouth. After having swallowed what seemed like more than the mouthful, he said that, from now on, I would be taking care of desserts. The danger passed, I promised myself that I would never again challenge someone in their homeland.
In time, I found myself at the doors of the George Brown Culinary School, where I complete a part-time cooking certificate. Culinary courses are a mecca for the neurotic, a place where, for four hours a week, we pass our obsessions off as relaxation. Dressed in uniforms complete with a chef’s hat, we watch the demonstration of the dish of the day, furiously noting down every last sneeze from the chef. Such was the collective need to precisely follow the recipe that on nougat week I found myself using three thermometers to ensure the sugar’s caramelization point. My bench mate, who was operating stand-alone mixer, chose to aim a fourth infrared thermometer at the mix, just in case.
Every tyrant has their white whale, an elusive entity which mocks and provokes to the point of madness. For years now macarons have been stealing my sleep. The small cookies, made of two merengue discs and a fine layer of ganache, could be inlayed into the jewels of any royal court. Sustained by egg whites, almond flour and refined sugar, the architecture of each dome rests upon foam feet. The whiteness of these ingredients moderates the food-colouring’s vivid hues, offering instead the insinuation of a single, pale, perfect colour. To achieve such a miracle, each step must be exact. The egg whites must be aged for two to three days; the almond flour, however fine it may be, has to be processed along with the powdered sugar and passed through a sieve several times. Once the merengue has come together, the dried ingredients are added in little by little, mixing carefully to not leave lumps, nor collapse the air whipped into the egg whites. Any inaccuracy can lead to a cataclysm. On one occasion I did not bash the sheet pan against the kitchen countertop to detach air-bubbles, and my discs come out of oven devastated by something assimilating the chickenpox. I don’t even want to think about the time when I did not let the cookies rest before placing them in the oven, preventing them from developing the hardened film, and rather than introducing themselves as glory-padded gems, they emerged as deflated, uneven messes.
During the parties thrown at other professors’ houses, among coffee and forced chatter, there is always a colleague who asks me why I didn’t dedicate my career to food. Surrounded by people with more seniority, I measure my smile and respond that for me cooking is a way to pass the time, nothing more. Perhaps, between chunks of cabbage and carrot, my colleagues at the Chinese restaurant would ask me about my interest in literature.
Totalmente disfrutable tu escritura. Fresca y rica como tus preparados culinarios indican en el texto.
I’m surprised your crème brûlée didn’t make the story.