Crema y caos | Crema and Chaos
Una mañana sin café | A morning without coffee. The English translation to this short story follows the original.
Crema y caos
Una mañana sin café
Hace más o menos tres semanas que mi máquina de espresso no funciona bien y me ha comenzado a temblar el ojo izquierdo. Supe que había un problema a eso de las cinco y media de la mañana, poco después de haberme mudado con Tano. Llegar a la cafetera desde ya era un desafío, y en lo oscuro de la mañana fui tentando y rebotando entre objetos sin hogar hasta alcanzarla. Con un ojo algo cerrado y frotando el dedo chico que con la ayuda de una aspiradora traicionera quedó atrás cuando el resto del pie había avanzado, apreté el botón negro, giré el portafiltro desde la manija plástica, y lo posé sobre la mesada. De la latita de metal donde vive el café saqué varias cucharadas, procurando no tirar café molido por todas partes dado mi balance aún comprometido por el incidente con la aspiradora. Apisoné el café dentro del portafiltro con el tamper para eliminar cualquier burbuja de aire, y con el dedo quité una que otra partícula rebelde de los ejes del acero inoxidable. Inserté el portafiltro en la cabeza de la máquina y giré la palanca para comenzar la extracción.
Hasta ahí, más allá de las cajas fuera de lugar, y el dedo chico del pie, que todavía protestaba, parecía ser un día normal. Anticipé el ruido digno de la máquina, el crescendo de su zumbido, y luego la pausa que anunciaría las dos finas e ininterrumpidas goteras de líquido caliente. Esperé la prometida espuma, compuesta de burbujas de dióxido de carbono suspendido en agua, pálida y seductora, y que el olor de la suma del líquido y su crema llenara la abarrotada cocina. No sucedió nada de esto.
El decibel del ruido inicial no indicó problema alguno, y, como siempre, presioné la tapa del tanque de agua con dos dedos para evitar que el ruido de la vibración despertara a Tano y Natto. Ahí fue que la máquina comenzó a autocensurarse, interrumpiendo su rutinario ronroneo con pausas incómodas, llenas de anticipación. Puse la palanca nuevamente en stand-by, y desde lo profundo de la máquina escapó un gruñido, como fuera la jaula de algún engendro legendario. Abrí el tanque de agua, y algo asustada, confirmé que nada ni nadie acechaba adentro. Intenté el proceso dos veces más y, con el cabello comenzando a erizarse por tanto vapor, decidí consultar con el internet.
Mirando ahora el tercer video sobre la descalcificación de la cañería, alejé a Natto que había abandonado su sueño para investigar el alboroto y me preparé para el ataque. Mezclé las partes debidas de agua y vinagre para luego encontrar un video del fabricante que ya no recomendaba esa solución, sino el líquido designado por ellos. Como había ya estado unos cuarenta y cinco minutos girando perillas, enchufando y desenchufando, llenando y vaciando, decidí arriesgarme, total, qué sabía el fabricante. Pasé el líquido y completé dos ciclos completos, luego enjuagando la cañería con un tercer ciclo de agua. Intenté nuevamente preparar café. Esta vez el ruido se cortó aún antes, y retirar el portafiltro de la cafetera me resultó casi imposible debido a la presión formada. Me aferré de un lado de la mesada y mientras Natto se escabullía por debajo del sofá solté un largo hilo de insultos y logré desalojar la palanca, arriesgando una contusión.
Otra búsqueda me sugirió que quizás el problema era el portafiltro mismo. Una vez retirado de la máquina lo analicé con sospecha e, intentando aún normalizar mi respiración, caí en la cuenta que meritaba una buena limpieza. Pisando erráticamente entre pilas de libros, bolsas y otros misterios y tesoros, llegué hacia una de las cajas de herramientas y extraje un destornillador, rogando silenciosamente que fuera el tamaño adecuado. Luego de descolocar el filtro de metal, destornillé el plástico interno, y con un cepillo de dientes limpié todos los componentes con una furia meticulosa. Puse todo de vuelta y ahora sí, con solo mi perra de testigo, abandoné cualquier pretensión agnóstica y me persigné y me resolví a suspender la respiración hasta que viera fluir café. El ruido inicial pareció prometedor, pero nuevamente todo cesó y la máquina pasó a radiar una energía estreñida y peligrosa, devastándome.
Se cristalizó en ese momento la táctica del enemigo: deprivarme de cafeína para no poder avanzar en mi ataque. Agarré la pava de acero inoxidable, análoga y fiel herramienta con quizás más fuerza de lo debido, y luego de llenarla, cerré la canilla de agua con un golpe. Llegué en puntas de pie a alcanzar la bolsa de papel de yerba y la vertí dentro del mate por varios segundos. Una vez calentada el agua, pasé a cebar mate, observando todavía la cafetera.
Se me ocurrió que, quizás, el problema de la máquina no era físico, sino emocional. Cuando cumplí 30 años, mi hermano apareció con una caja algo grande en brazos y una sonrisa orgullosa. Como en mi familia nadie envuelve nada, pude ver claramente que era una máquina de espresso. Mi hermano me anunció que era la misma cafetera que usan en su trabajo, que era un fierrito, que la cafetera día tras día proveía café a ingenieros, gerentes, soldadores, técnicos, secretarias y asistentes. Impresionada, limpié el acero inoxidable, llené el tanque de agua y la enchufé. Luego le otorgué a la cafetera su propia porción de la mesada, justo al lado de mi batidora de pie. Quizás, razoné, entre tanto alboroto, la máquina se sentía poco valorada y algo claustrofóbica. Despejé lo que pude de espacio sobre la mesada, procurando dejarle unos centímetros hacia cada lado. Enjuagué la taza, recipiente de mi último intento y lo llené con agua caliente, para que la máquina viera que venía en paz. Repetí el proceso por undécima vez: portafiltro, café, tamper, máquina, palanca. Nada sucedió.
Me apoyé en sabiduría general, murmudando “una retirada no es derrota. Una retirada no es derrota”. En motto cervantino en vez de calmarme parecía enervarme cada vez más y pisoteé por la casa, exhalando audiblemente, buscando no sé muy bien qué.
—¿Qué pasa? —escuché la voz de Tano desde el cuarto.
—No funciona la cafetera —rezongué.
—Ah, bueno, después me fijo —dijo con despreocupación.
—No —respondí cortante—. Ya me fijé yo, estuve casi dos horas.
—Y por qué no usaste la Bialetti?
Ni su tono ni su sugerencia razonable lograron calmarme.
—Porque mi hermano me dijo que medio mundo usa la cafetera en la oficina, que tendría que durar siglos —respondí entre dientes. —Y porque no me puede ganar.
—Luego me fijo —insistió, con poca consciencia del peligro que comenzaba a correr.
—No, está enojada. Sufrió ella y ahora quiere que sufra yo.
—¿Cómo? No te oigo bien desde acá.
—Nada, que me gusta más la crema de la cafetera.
—Ya la vamos a arreglar —me dice—. ¿Me traés un café de la Bialetti?
—No, te traigo mate.
Crema and Chaos
A morning without coffee
It's been about three weeks since my espresso machine stopped working properly and my left eye has started to twitch. I first noticed there was a problem around five-thirty in the morning, shortly after moving in with Tano. Just getting to the coffee maker was a challenge, and before the sun lit the overcrowded apartment, I fumbled in the dark and bounced between homeless objects until I reached it. With one eye half-closed and rubbing the pinky toe that, thanks to a treacherous vacuum cleaner, had been left behind when the rest of the foot moved forward, I pressed the black button, turned the portafilter from its handle, and placed it on the counter. I took out several spoonfuls of coffee from the small metal tin, careful to not spill grinds everywhere given that my balance was still off. I tamped the coffee into the portafilter to eliminate any air bubbles, and with my finger, I removed some lingering, rebellious grounds from the stainless-steel surfaces. I inserted the portafilter into the machine’s head and turned the lever to start the extraction.
Up to that point, aside from the misplaced boxes and the protests of my pinky toe, everything seemed normal enough. I anticipated the machine's noble noise, the crescendo of its hum, and then the pause that would announce the two fine, uninterrupted streams of hot liquid. I awaited the promised foam, composed of carbon dioxide bubbles suspended in water, pale and seductive, and for the smell of the liquid and its crema to fill the crowded kitchen. This is not what happened.
The initial noise indicated no problem, and I pressed the water tank lid with two fingers as usual to prevent the vibration noise from waking Tano and Natto. That's when the machine began to self-censor, interrupting its routine purring with pregnant pauses, filled with anticipation. I put the lever back on standby, and from the depths of the machine escaped a growl, as if it were the cage of some legendary beast. I hesitatingly opened the water tank and confirmed that it was indeed empty. I tried the process two more times and, with my hair starting to stand on end from all the steam, I decided to consult the internet.
Now watching the third video on descaling the pipes, I pushed Natto away, who had abandoned her sleep to investigate the commotion, and prepared for the attack. I mixed the proper amounts of water and vinegar, only to find a video from the manufacturer that no longer recommended this solution, but rather their designated liquid. As I had already been turning knobs, plugging and unplugging, filling and emptying for about forty-five minutes, I decided to take the risk—after all, what did the manufacturer know. I ran the liquid through two complete cycles, then rinsed the pipes with a third cycle of water. I tried making coffee again. This time the noise stopped even earlier, and removing the portafilter from the machine was almost impossible due to the built-up pressure. Clinging to one side of the counter and while Natto scurried under the sofa, I let out a long string of curses and managed to dislodge the lever, risking a concussion in the process.
Another search suggested that perhaps the problem was the portafilter itself. Once removed from the machine, I analyzed it with suspicion and, still trying to steady my breathing, realized it needed a good cleaning. Erratically stepping between piles of books, bags, and other mysteries and treasures, I reached one of the toolboxes and pulled out a screwdriver, silently praying it was the right size. After removing the metal filter, I unscrewed the internal plastic, and with a toothbrush, I meticulously scrubbed all the components. I put everything back together and now, with only my dog as a witness, I abandoned any agnostic pretensions, crossed myself, and resolved to hold my breath until I saw coffee flowing. The initial noise seemed promising, but again everything stopped and the machine began radiating a strained, dangerous energy, devastating me.
The enemy's tactic thus crystallized: the machine sought to deprive me of caffeine so I couldn't advance in my offence. With perhaps more force than necessary, I grabbed the stainless-steel kettle, a faithful and analog tool, and after filling it, I smacked the water tap shut. I reached up on tiptoes and, careful to not put weight on the afflicted toe, I grabbed the paper bag of yerba mate and poured it into the mate gourd for several seconds. Once the water was near boiling, I splashed it into the gourd and sipped the mate, still stalking the coffee maker.
It occurred to me that maybe the machine's problem wasn't physical but emotional. When I turned 30, my brother showed up looking very proud, with a large box in his arms. Since no one in my family believes in gift wrapping, I could clearly see it was an espresso machine. My brother told me it was the same coffee maker they use at his work, that it was a sturdy machine, that day after day it provided coffee to engineers, managers, welders, technicians, secretaries, and assistants. Impressed, I cleaned the stainless steel, filled the water tank, and plugged it in. Then I gave the coffee maker its own portion of the counter, right next to my stand mixer. Maybe, I reasoned, amidst all the commotion, the machine felt undervalued and somewhat claustrophobic. I cleared as much space as I could on the counter, trying to leave a few centimeters on each side. I rinsed the cup, the vessel that had held my last attempt, and filled it with hot water so the machine would see I came in peace. I repeated the process for the eleventh time: portafilter, coffee, tamper, machine, lever. Nothing happened.
I stomped around the apartment, exhaling audibly, searching for what exactly, I wasn’t sure, muttering "a retreat is not a defeat, a retreat is not a defeat", though the Cervantine motto, instead of calming me, enraged me more.
"What's wrong?" I heard Tano's voice from the bedroom.
"The coffee maker isn't working," I hissed.
"Oh well, I'll check it out later," he said nonchalantly.
"No," I snapped back. "I already checked it, I’ve been at it for almost two hours."
"So why didn't you use the Bialetti?"
Neither his tone nor his reasonable suggestion managed to calm me.
"Because my brother told me that half the world uses the coffee maker at the office, that it should last for ages," I responded through clenched teeth. "And because it can't beat me."
"I'll check it out later," he insisted, unaware of the danger that loomed.
"No, it's angry. It suffered and now it wants me to suffer."
"What? I can't hear you well from here."
"Nothing, that I like the crema from the coffee maker more."
"We'll fix it," he said. "Can you bring me a coffee from the Bialetti?"
"No, you can have mate."
Five years and counting at work and our exact same model is still producing espresso just like it did on day one.
Speaking as a caffeine addict - you didn't warn me your writing would include horror stories. And cliffhangers. What happened? Were you able to fix it?
Our espresso machine occasionally makes unhappy noises lately, and I'm seriously considering buying a second one as a backup, so that we have a new one immediately if the current one stops working. We also have a French press, and so I tell myself that *should* be enough of a backup. But still I occasionally worry, what if the new espresso machine wouldn't arrive for 2 weeks or something? Will we manage that long with just the French press?